Llegué a Tijuana en 1978, a los dos años de edad. Desde que tengo uso de razón, la noción de habitar una frontera ha estado ahí. Siempre hemos cruzado “al otro lado”. Si alguien pregunta cómo estará la línea, sabemos que se refieren a la fila de autos o peatonal para atravesar las garitas hacia San Diego.
Me resultó inevitable pensar en la “naturalidad” con la que podemos percibir una idea, en este caso, más que una idea: un muro. Justo en esta mañana de domingo, que me encuentro frente a él, observando lo que sucede alrededor.
El cielo, sobre nosotros, de un azul absoluto, tremendo y sin filtros. La brisa del mar, más fresca de lo esperado, es suficiente para despeinar incautos sin gorra y hacer olvidar el calor agobiante de días pasados. El viento me humedece los ojos. Son las 10:30 de la mañana y el Jardín Binacional luce casi desierto. La “naturalidad” empieza a quebrarse: de pie, frente al obelisco de mármol blanco (o mojonera, como suele llamársele entre los locales) se lee la siguiente leyenda
LÍMITE DE LA REPÚBLICA MEXICANA
La mojonera 258 marca el inicio de los 3,185 kilómetros de línea fronteriza que separan a México de Estados Unidos. En su fría verticalidad estoica, guarda historia y símbolos de la necedad humana, muy distantes de la “amistad” que bautiza al jardín en el que se encuentra. Las personas comienzan a llegar, en parejas, con amigos, en grupos de familias, paseando a sus perros. Prácticamente sin excepción fotografían la mojonera y/o se toman la foto de pie junto a ella.
Se llevan un recuerdo del límite.
El muro fronterizo es de metal. Una serie de columnas, muy próximas entre sí, desde donde la vista permite reconocerlas, por el Este; bajan hacia la playa y se hunden en las frías aguas del Océano Pacífico, en la esquina noroeste de Tijuana, de México, del mundo.
Como si esto no fuera ya bastante simbólico del absurdo que hiende no solo la tierra o el mar, sino la historia, el tiempo, vidas e imaginarios. Se suma un entramado metálico, bastante estrecho, que permite apenas adivinar las siluetas de aquellos detrás del cerco. Una cuadrícula que divide, aún más, la posibilidad de contacto. Desde aquí, los dos hombres que se acercan, luego de caminar 2 millas, desde algún punto en Imperial Beach hasta el Jardín Binacional, son apenas siluetas de rostro ensombrecido. Voces gustosas de ¿ver? que acá, en Tijuana, sus familiares aguardan.
Me resulta inevitable pensar que para ellos, desde aquel lado, también somos siluetas de rostro ensombrecido.
De este lado, la avenida que rodea a la Plaza Monumental, desde la entrada a Playas de Tijuana, va llenándose de autos con placas de California. Los espacios de estacionamiento comienzan a poblarse y la circulación de personas a pie, atravesando el parque para entrar al andador costero, aumenta. Vendedores de dulces preparan sus carritos llenándolos de gomitas, cacahuates, habas y demás, para bajar a la playa. Padres de familia fotografían a sus hijos junto a una representación de delfines de cemento.
Desde un balcón del mirador del jardín, algunos visitantes alimentan, lo mismo a ardillas que a pichones, con pedacitos de tortilla.
Una vendedora de chicles, ofrece su producto y comenta: “El día de las madres nadie me dio un peso… bueno, no soy mamá, pero soy mamacita”. Los transeúntes pasan de largo, ella vuelve a las mesas de cemento dispuestas para el descanso.
Mis ojos siguen mojados. El viento.
—Ya se me hacía que no me mirabas
—Caminamos como dos millas
De aquel lado, los dos hombres se acercan y saludan a siete personas que les recibe con gusto. Una mujer se acerca y pregunta:
— ¿De casualidad no miró a una niña como de dos años con un muchacho?
A la negativa en la respuesta, la mujer se aleja un poco del grupo, pero mantiene la mirada fija en el entramado metálico del muro, como si el fervor de su observación, de pronto, pudiera provocar la aparición de aquellos a quienes espera.
La familia, a través del muro, continúa:
— ¿Y esta plaza de toros?
—Sí, es donde hacen los bailes, es donde viene La Arrolladora…
La conversación continúa mientras un oficial de la patrulla fronteriza observa desde la entrada del cerco paralelo, del lado gringo. Recuerdos de infancia atraviesan el muro, las columnas de metal y su entramado. Para la memoria no hay frontera.
De aquel lado, se aproxima una mujer mayor con sombrero, extendiendo sus manos hacia el cerco. Desde aquí, un hombre de edad semejante, con gorra de beisbolista percudida y cabellos blancos ingobernables, le saluda moviendo la mano. La escena parece el preludio de un abrazo. Pero el muro.
El hombre no habla, escribe sobre hojas sueltas que luego muestra a la mujer a través del entramado metálico. Puede hablar, pero parece que no quiere ser escuchado. Saca hojitas nuevas de un morralito que le cuelga cruzado de la espalda. Ella lee cada vez y él le hace señas, levanta los hombros, mueve la cabeza en señal de negación. Ella responde cosas inaudibles desde donde observo. Confieso que me alegra un poco que sus palabras, al menos, no conozcan fronteras.
Son casi la una de la tarde. Hombres del “Ministerio Fronterizo”, organización religiosa de la iglesia metodista, arriban al jardín y preparan todo para ofrecer de comer a los migrantes deportados: mesa plegable, garrafones de agua, estufilla de gas, bolsa con cobijas para distribuir y equipo de sonido.
— ¿De dónde viene, de dónde la traen?, pregunta una mujer a mi lado.
— Del cielo… es que no hay recursos.
Así el domingo de frontera. Observo y mis ojos siguen mojados. El viento. No puedo evitar pensar en ese cerco de textura hostil, suavizado por mensajes de amor, grafiti y murales multicolor; sentirlo ajeno. ¿Será que no hay nada mío del “otro lado”?, ¿será que mi vida entera está aquí, de la mojonera 258 hacia el sur y no se me parte el alma en la espera por alguien que quizá no llegue a la cita en el cerco?
Quizá, pero ahí está, real y tangible, marcando el “límite”, en esta esquina del mundo.
*Crónica escrita en el 2014,
como parte del Diplomado en Periodismo Cultural
Taller a cargo de la escritora y periodista
Magali Tercero
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