[De mi colaboración para el blog de Miguel Rovel, 28/04/2015]
Segura estaba que, para olvidar las penas terrenales, era preciso mantener la mirada en alto. Abandonarse al embeleso que provocan sus colores en la puesta de sol. Y dejarse arrastrar por la marea de palabras que brotan del alma, entre cirrus, estratos, nimbos y cúmulos; abonándole al campo semántico de las historias suspendidas en la atmósfera.
Tengo tanta nube entre las manos
¡si vieras!
Tanta nube entre las manos
como para no dejarte ni el último rincón de los sueños, sin nublar…
Como para que vuelvas
cada vez
en busca de mi cielo.
Así los años y el idilio se fue tejiendo a punta de palabras y fotografías capturadas, con el fervor de un beso robado. Mis amigos más cercanos, incluso, llegaron a enviarme las fotos que tomaban en sus viajes. Según decían, al toparse con cielos espectacularmente nublados, pensaban en mí. No voy a negar que tal gesto de cariño aún me conmueve. Pensar que, de pronto y por mi causa, ya andan otros por la vida mirando al cielo, me llena con la misma satisfacción que la mayor de mis travesuras de infancia.
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